Ópticas

Permitidme que os cuente una experiencia:

Esta semana cumplía el plazo para que mi coche pasara la ITV. Todo estaba correcto, salvo las ópticas frontales, que por el uso han quedado mates y no alumbran lo suficiente. Me dieron unos días para cambiarlas o el vehículo debería ser retirado de circulación. En el taller me confirmaron que estas piezas de recambio son carísimas y, como no están los tiempos para sablazos así, me propusieron una alternativa: pulir las ópticas viejas por dentro con una máquina y unos líquidos especiales. De esta manera, mejora considerablemente la luminancia y el coste es muy razonable. No lo dudé ni un instante. Lo hicieron y el coche ha pasado la revisión satisfactoriamente. Gracias a Dios porque los del taller son buena gente y el plan b funcionó de maravilla.

Ahora bien, como cristiano el asunto me ha llevado a considerar algo: Jesús dijo que somos la luz del mundo, pero no nos engañemos: el foco es él. Los creyentes sólo reflejamos su luminosidad, la proyectamos allá donde vamos. No somos la lámpara sino las ópticas de los faros y, como tales, podemos opacar su luminiscencia. Es por esto que el Evangelio exige (y procura, por la gracia y misericordia de Dios) un cambio radical.

Para reflejar Su Luz, las ópticas debe ser nuevas; las viejas no sirven.

Sin embargo, parte de la literatura que leemos, de la música que cantamos y de los mensajes que escuchamos los cristianos, pese a estar revestidos de un lenguaje presumiblemente bíblico, constituyen el oportuno remedo que impide que este cambio esencial se produzca.

El precio de esta sustitución es demasiado elevado: renunciar a aquello que más amamos, veneramos e idolatramos en este mundo: a nosotros mismos. De modo que preferimos que nos hagan sentirnos mejor con lo que somos, que nos afiancen en los valores de la propia identidad y que nos ayuden a pulir algunos aspectos de nuestra personalidad o carácter para reflejar mejor esa potente luz que, pese a todo, se abrirá camino a través de nuestras disimuladas opacidades.

Puede que este ingenioso (y resultón) plan b nos permita pasar las ITVs de este mundo; pero ya veremos si seguimos dando el pego cuando nos toque la revisión de verdad.

© Teo Tweet

Ópticas

Fin de Años

Todo estaba listo para la gran fiesta: las copas de cava, las uvas, el confeti y los gorritos de cartón. El gentío se apelmazaba frente al ayuntamiento y afinaba sus gargantas para berrear al unísono la cuenta atrás. El maestro de ceremonias alertó a la concurrencia que el momento había llegado. Les invitó a concentrar su vista en el segundero, que avanzaba inexorablemente hacia los últimos diez segundos. Preparados, Listos… Millones de recuerdos revolotearon en las mentes, en vivaz coreografía con anhelos y utopías que esperaban materializarse pronto. 4, 3, 2, 1… Los embriagados en euforia, alcohol y banalidad se lanzaron voz en grito a culminar la cantinela… Pero algo iba mal.

El relojero fue el primero en darse cuenta, aunque el detalle no pasó desapercibido para muchos. Los cantos y la algarabía fueron acallados por las voces alarmadas de quienes señalaban la aguja del segundero. Estaba paralizada. El último segundo no se había producido. Unos pensaron en atentado, otros en la ineptitud del alcalde; pero no se trataba de una avería mecánica, sino de algo más inquietante: el año se resistía a morir.

Los más viejos del lugar recordaban que una vez, hace más de medio siglo, ocurrió algo parecido: El año se negó a expirar y mantuvo su último segundo de vida durante horas, impidiendo al siguiente entrar en activo. No atendió a los argumentos, ignoró las súplicas, desafió las amenazas; hasta que, exhausto por el titánico esfuerzo de detener el tiempo, cayó.

El Nuevo Año entró a trompicones, embalado por la impaciencia y protestando por aquel dislate; pero de inmediato se dejó contagiar por la fiesta y se sumergió en la celebración de su nacimiento con los demás. Todo quedó olvidado.

Y hoy la historia se repetía. Mas no. Esto era diferente.

Las autoridades informaron, como de costumbre, haciendo gala de su cripticismo y ambiguedad. Y la confusión sacudió a la muchedumbre. Fue el relojero -bendita diligencia- quien aclaró el embrollo: El tiempo no se dilataba; es que no había más. Ningún año futuro esperaba su turno, el uno de enero próximo no existía, ni existiría jamás. En el reloj de arena de los tiempos sólo quedaba un grano, y estaba a punto de caer.

¿Cómo? ¿Qué? La multitud se ahogaba en preguntas retóricas, pues conocían lo que aquello significaba. Era el final de las horas y de todo lo demás. Todo quedaba dicho, nada por descubrir. Les invadió la tristeza y la perplejidad. El futuro siempre había estado allí, agazapado, esperando su momento. Vivían creyendo que siempre sería así. ¿Qué iba a ser de ellos, de todos ellos, ahora?

© Teo Tweet

Happy New Year (by Horeb, vía DevianArt)